Mi nombre es Izarbe de Villanúa y esta es mi historia

Caché 1: Una visita en la tormenta

Corría el mes de octubre cuando se desató una terrible tormenta de nieve que en pocas horas cerró los caminos. Mis padres, mi hermano Vizén y yo, nos refugiamos en nuestra casa al calor del fuego, cuando unos fuertes golpes se sintieron en la puerta.

Eran cuatro hombres que transportaban a una mujer enferma al Hospital de Santa Cristina. Nos pidieron refugio, pues con semejante temporal era imposible seguir su camino. Desconfiado, Padre se negó en un primer momento, ya que no eran pocos los bandidos que acechaban el valle. Sin embargo, cuando Madre vio el estado de la mujer enferma, se apiadó de ella y convenció a Padre. La instalaron en la única cama que teníamos en la casa. Su rostro estaba ceniciento y con voz muy débil repetía sin cesar unas palabras que aún resuenan en mi cabeza: “las palomas, el baúl, los dulces…”.

Y de ese modo Nunila, venida desde el monasterio de Santa María de Iguácel, se cobijó   en nuestra morada durante todo el temporal, el más largo de aquel otoño. Los hombres que la acompañaban ayudaban a Padre en las pocas labores que se podían llevar a cabo en esas circunstancias, gracias a lo cual nuestra casa mejoró mucho. Por su parte, Madre cuidaba de la enferma, que tras unas duras semanas se curó casi por completo.

Vizén y yo nos ocupábamos de las palomas que habían llegado con Nunila y mirábamos con admiración todo lo que, con ella, había llegado en un misterioso baúl que no osamos abrir bajo amenaza de sus acompañantes. Años más tarde, supe que Madre, que era muy hábil cuidando personas enfermas, había llegado rápidamente a la conclusión de que Nunila había sufrido un envenenamiento.

Cuando el temporal cesó, la mujer habló con mis padres. Convencioles de quedarse en Villanúa como nuestra tutora, en señal de agradecimiento. En lo que duró su recuperación, nos pedía a mi hermano y a mí que le buscásemos plumas de quebrantahuesos y trozos de carbón. Con ellos preparaba, desde su cama, polvos negros y cálamos para escribir.

Caché 2: Los ingredientes

Cada cierto tiempo, aquellos hombres regresaban, sin perder su halo de misterio, a nuestra casa, y traían consigo múltiples víveres y materiales, de forma que nuestra vida cambió por completo.

Poco a poco, fuimos descubriendo para qué servía todo lo que Nunila había arrastrado consigo en el baúl. Era una experta copista e iluminadora de libros y se convirtió en la mejor maestra para Vizén y para mí. No sólo nos enseñó a preparar los pigmentos con los que escribir y a dibujar las miniaturas, sino también nos reveló los secretos de la gramática, la dialéctica, la retórica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. En resumen, todo lo que necesitábamos para crear aquellos bellísimos códices que, una vez terminados, eran  transportados al monasterio de Santa Cruz de la Serós, a Siresa, e incluso, según supimos más tarde, a la corte de Francia.

De esta forma fue cómo aprendimos que era menester utilizar la cera de las abejas para mezclar los pigmentos y así crear las preciosas escenas de los breviarios con los que rezaban las damas de la corte. Mi hermano y yo corríamos por los campos de Villanúa a la búsqueda de las abejas y Padre, con mucho cuidado, conseguía la preciada cera.

Caché 3: Los colores

Durante aquellos años también nos ocupamos de buscar pajarillos y robarles los huevos, pues su clara era un valioso ingrediente con el que aglutinar los colores que fabricábamos en casa a partir de polvo de hierbas, de flores y de piedras. Con las yemas, Madre preparaba riquísimos dulces que Vizén y yo podíamos comernos cuando acababa nuestra jornada, aunque solo si Nunila no había ya arrasado con ellos.

Cache 4: El entierro

El misterio de las palomas nos fue revelado una cálida mañana de primavera. Nunila, como si de un gran secreto se tratase, nos mostró cómo sus amigas podían llevar mensajes hasta el hogar de su familia: ella escribía el mensaje en un pequeño pergamino, lo metía en un cilindro de madera, lo cerraba y lo enganchaba a la pata de la paloma con una cinta de cuero.

De esta forma fue cómo les comunicó a sus padres un terrible hecho que aconteció una noche de verano. Todas las ventanas estaban abiertas de par en par, pues el intenso calor impedía el descanso a los habitantes de la aldea, acostumbrados a temperaturas más frescas. Cuando la casa estaba en silencio y parecía que todos dormíamos, Padre escuchó un ruido y se levantó a comprobar si todo estaba en orden.

La puerta de la alcoba de Nunila estaba abierta y eso no era normal durante la noche. Se asomó y sorprendió a un hombre que, sigiloso, se acercaba a la cama con un puñal en la mano. Padre soltó un grito y el hombre, asustado, cayó de rodillas y comenzó a llorar y a implorar misericordia.

La primera reacción de Padre fue darle un par de garrotazos: al escuchar los ruidos se había armado con un gran garrote que tenía escondido por si teníamos que defender la casa de intrusos. Alarmada por el ruido, Nunila despertó, evitando que el hombre terminase herido. Al ver que el atacante pedía perdón tan compungido, le pidió a Padre que se llevase el puñal y que saliese de la alcoba para hablar con el extraño.

Sólo mucho tiempo después Vizén y yo supimos lo que allí se habló. Cuando ese día despertamos, nos dijeron que Nunila había muerto atacada por un ladrón. Se organizó su entierro en el cementerio viejo de Villanúa. Sólo los de casa, los acompañantes de Nunila y algún vecino más asistimos a aquella triste ceremonia. Tardaría algún tiempo en saber lo que fue enterrado en aquella tumba: una salma que contenía una cabra vieja de nuestro corral fue la sustituta de mi admirada tutora en aquel cementerio.

Caché 5: El duelo

Pero como nada sabía de la vieja cabra, en aquellos días yo pensaba que moriría de tristeza: ya no tenía maestra, ni amiga, ni libros en los que copiar textos y crear miniaturas. Mi único consuelo era sentarme junto al arroyo que cruzaba el pueblo, en donde tantas tardes había pasado con Nunila, buscando ranas y molestando a los grillos en sus escondites.

Caché 6: El reencuentro

Poco tiempo después, Padre me devolvió la alegría. Una mañana soleada, nos dijo a Vizén y a mí que debíamos acompañarle por el camino de las Espetreras a buscar caracoles para preparar un comida especial con motivo de la fiesta de la Virgen en septiembre. Así, llegamos a un claro del bosque, donde yo, de niña, solía jugar con mi hermano en torno a una vieja casa destartalada.

Allí estaban los hombres que nos traían la comida, trabajando en la reparación del tejado. Después de tanto tiempo tratando con ellos, ambos les habíamos cogido cariño y corrimos a saludarles. La gran sorpresa fue que, de pronto, Nunila apareció en el umbral de la puerta… una sorpresa y un susto que de pocas me mata. Cuando Padre nos dejó a solas con ella, nuestra antigua tutora nos reveló finalmente el secreto que había cambiado nuestras vidas y que seguiría influyendo en ellas durante tanto tiempo.

Caché 7: El secreto

Nuestra maestra era hija de un noble y se había refugiado en el monasterio de Santa María de Iguácel huyendo de un enemigo de su padre, empeñado en casarla con su hijo, un bellaco al que todo el valle despreciaba. Al no conseguir su objetivo, aquellos desalmados enviaron a su cómplice al monasterio: una cocinera cuya labor consistiría en intentar envenenarla con los dulces especiales que le preparaba. Aquel era el único pecado de Nunila, lo golosa que era.

Cuando descubrió que había sido envenenada se refugió en nuestra casa, donde pudo, por un largo periodo de tiempo, continuar con su gran pasión: la copia e iluminación de códices. Aunque tardaron largo tiempo, el despiadado noble volvió a descubrir su paradero y envió a aquel hombre a asesinarla, fingiendo un robo.

Yo, desesperada, gritaba que sus enemigos pronto descubrirían el engaño y que volverían a por ella. Pero Nunila me tranquilizó: le había entregado al asesino el precioso anillo que siempre llevaba puesto, prueba que quien encargó su muerte había exigido para saber que el trabajo estaba terminado. Nuestra maestra permanecería allí largo tiempo, el suficiente para asegurarse de que sus enemigos no seguían tras su pista. Así, Vizén y yo podríamos seguir con nuestro aprendizaje y nuestros libros. Únicamente mi familia, sus ayudantes y sus padres conocíamos el secreto de su escondite.

Caché 8: La rutina

La vida continuó entre caminatas hasta la nueva casa de Nunila en el claro del bosque.  El aprendizaje y la búsqueda de resinas para preparar colores, carbón para fabricar la tinta y hasta oro para embellecer las miniaturas, ocuparon nuestros días durante años.

Caché 9: El Camino

Vizén se convirtió en un experto en la preparación de pigmentos y tintas. La posición de Villanúa junto al Camino de Santiago favoreció que sus preparaciones fuesen conocidas en los monasterios de la península y recibía importantes encargos. Regentaba un negocio próspero que hizo que toda la familia tuviese una buena vida.

Caché 10: Claricia

Poco a poco comprendí que yo no quería el futuro que se esperaba de mí antes de

llegar Nunila a nuestras vidas: casarme con un chico del pueblo, tener hijos y trabajar la tierra. Otra opción era quedarme con mi hermano preparando tintas y colores para las miniaturas. Pero yo había recibido una educación muy diferente a la del resto de las niñas de Villanúa. Así se lo conté a Madre en una tarde en la que preparábamos masa para hacer pan entre las dos.

Para mi gran sorpresa, ella ya sabía cuál era mi sueño. Todo lo habían dispuesto entre Nunila, Padre y ella para que yo continuase mi vida trabajando con mis queridos libros. El único problema era que tenía que ser muy lejos de allí, ya que nadie podía saber que había sido formada por Nunila: ella estaba muerta e incluso enterrada.

Y de esa manera llegué a un convento benedictino en Augsburgo, Alemania, en secreto y utilizando el nombre de Claricia. Allí continué estudiando y trabajando, enviando noticias a mis padres gracias a las palomas mensajeras. De mis manos nacieron bellísimos libros, nunca me convertí en monja y conseguí ser reconocida como una gran artista. Tuve incluso la osadía de retratarme en una Q capitular de un códice que siglos después se llamaría ¨Códice de Claricia¨.